Con el tiempo aprendió a interpretar algunas de sus señales. Simón se dedicaba a garabatear en un papel dibujos inentendibles que le mostraba a ella con una mezcla de orgullo y urgencia en sus ojos.
Se rehusaba fehacientemente a hacer las terapias que Luciana le conseguía con médicos especialistas y a la hora de las medicinas, Luciana tenía que rogarle para que abriera la boca.
Lo más doloroso para ella era no poder escuchar su fuerte voz nunca más. Había días en que ni si quiera lo quería ver, pero otros en los que no se apartaba de su lado por nada. Luciana estaba partida en dos. Jamás imaginó que quedaría toda su vida cuidando a un inválido. Su lado egoísta le decía que ella era demasiado jóven y hermosa para estar esclavizada a otra persona. Pero cuando se daba cuenta de lo que estaba pensando, temblaba de miedo al imaginarse lo que Simón sentiría si supiera. A pesar de todo, ella lo amaba y aunque su cuerpo ya no fuera perfecto, su amor seguía siendo perfecto.
Los garabatos de Simón se volvieron más y más frecuentes y él insistía con más desespero a medida que se iba debilitando. Luciana aumentó la dosis de medicina y visitas médicas, pero él los rechazó contundentemente, hasta el punto en que tuvo que ser nuevamente hospitalizado. Ella no le encontraba ningún sentido a esos garabatos, pero obviamente eran importantes para Simón así que empezó a tratar de decifrarlos. Eran realmente cosas muy sencillas, una cruz, un sol, un corazón y muchos otros símbolos a los que ella no les hallaba sentido. Se le ocurrió que tal vez, Simón le temía a la muerte y francamente ella también le temía a la muerte de Simón. A pesar de que él era una carga en ese momento, ella no podía vivir sin él y estaba convencida de que se recuperaría, había tardado tanto en encontrar a su perfecto amor y estaba dispuesta a perderlo...
Una risa sarcástica escapó sus labios, ¿cómo pudo haber sido tan ciega a lo que Simón estaba queriendo decirle? Siguió leyendo con avidez.
Un día ella entró al cuarto del hospital y Simón le extendió el papel con unos nuevos garabatos. Luciana suspiró frustrada, pero le recibió el papel. Palideció al ver los nuevos dibujos. Era obvio el mensaje e inmediatamente se dio cuenta de que Simón no le temía a la muerte, todo lo contrario.
“¿Quieres que te deje ir?” le preguntó ella con un tono de suplica. Simón cerró los ojos y asintió con la cabeza. Luciana dejó caer el papel al suelo y salió de la habitación. No volvió en todo el día.
Al día siguiente entró silenciosamente a la habitación de Simón y se acostó a su lado. Le acarició el cabello y le besó la cara. Tomó una de sus grandes manos, ya débiles, entres las suyas pequeñas y lloró. Simón se despertó, pero no se movió y se quedaron los dos ahí un largo rato, ella sin hablar y él sin moverse.
Después de mucho tiempo, ella le susurró en el oído, “Espérame a donde sea que vayas”. Las lagrimas rodaron por el rostro de Simón, sin embargo le sonrió.
Luciana dobló el viejo papel arrugado y lo guardó nuevamente en la agenda. Alzó la mirada y la luz del sol que entraba por la ventana abierta la llenó de esperanza. Sonrió al sentir el viento correr por su cara. No estaba curada, pero ella sí se recuperaría, resistiría porque sabía que la estaban esperando.
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