lunes, 28 de febrero de 2011

¿Es normal o seré yo?

Las mudanzas son algo relativamente "normal" en mi familia. No es el pan de cada día, pero cada cierto número de años el anuncio llega. Empaque y vámonos. Ya todos nos sabemos el proceso de memoria; pedir cajas en los supermercados, escojer los libros que vamos a regalar (que nunca super la veintena) y empezar a botar la basura que hemos arrastrado a todas partes con nosotros desde hace 20 años, como si fueran parte de la familia.

La casa empieza a parecerse a una zona de desastre post - guerra, la sala se convierte en un depósito, las habitaciones son las causantes de varios problemas respiratorios y la cocina me hace pensar en la descripción del refugio que da Anna Frank en su diario.

Obviamente la familia asume esto diligencia, entramos en modo mudanza, nuestra curiosidad por la nueva casa se limita a pregunta en qué barrio es y si tiene baño para cada uno, pero no nos sorprende el hecho de que, como muchos, no tenemos la misma casa hace 15 años, ni lloramos por los amiguitos que dejamos en el conjunto pasado, la vida sigue.

Obviamente esto es normal ¿o no? Mirando nuestro caos como caso individual, no veo otra manera de hacer las cosas, pero compárando nuestro estilo de mudanza con los de otras familias (costumbre muy perjudicial, pero inevitable) veo que todos logran empacar en una semana, mudarse, y tener el nuevo hogar reluciente dos días después. Los muebles no sufrieron en el trasteo, no se rompieron cuadros y uno no ve libros por ninguna parte. Es como la celebridades que después de tener mellizos, quedan con cuerpos de infarto dignos de Playboy.

Es en este punto donde yo me pregunto si somos anormales, pero he llegado a la conclusión de que lo normal es ser raro.

A veces suceden cosas en la vida de uno que lo ponen a pensar que no es normal. Todos tenemos ese temor interno y secreto de ser los únicos que están completamente locos en el mundo. La pregunta es ¿Qué es ser normal?

Si vivimos comparándonos  con los demás, nunca vamos a estar contentos con el bulto que nos tocó cargar, todos los demás son normales, menos yo. Pero la realidad es que todos somos distintos, cada persona tiene sus particularidades que desde una inspección rigurosa nos haría concluir que es anormal, pero que desde la superficie social, se adapta a lo que consideramos normal.

Por eso  he llegado a la conclusión de que sí, somos desorganizados, nuestros muebles se desbaratan en la mudanza, empacamos con esmero las bolsas del mercado que sobran, tenemos más libros que una biblioteca y no nos gusta salir de ellos, y lo más probable es que no quede con cuerpo de reina después de mi primero hijo (cuando lo tenga en futuro lejano), pero soy normal.

Mi gorda bella

La llegada al centro es algo de por sí pintoresco; La subida al bus en el Poblado no es problema, pero ya llegando al Parque Berrio el calor se manifiesta en la postura de la gente, como si el Centro estuviera más cerca del mar que el resto de la ciudad. El bus frena bruscamente para que se puedan bajar todos con destino Parque Botero, porque el bus no para en el Parque Berrio, “Si le sirve la dejo en el Hotel Nutibara mami” me dice el conductor mientras yo entre malabares y tropiezos trato de hacerle entender que mejor me bajo ahí antes de morir aplastada por una estampida involuntaria de personas zarandeadas por las olas del bus.
Camino detrás de una joven robusta, a quien sus kilos de más no le impidieron escoger unos leggings de color verde limón demasiado ajustados, revelando no solo el contorno de sus carnudas piernas, sino también la celulitis que la invade y el temblor que recorre de arriba abajo sus muslos con cada fuerte paso que da.
Cruzar la calle no es tarea fácil. Entre el rugido de los buses que avanzan como a matar y la corta duración del semáforo, logro por fin llegar a la Plaza Botero. Es una explanada gigante, llena de estatuas de “gordos de Botero” no muy diferentes a la mujer que me precedía en la calle hacía unos instantes. La plaza es grande y yo pequeña, me tomará tiempo llegar hasta el otro lado, pero no tengo prisa, es un día soleado, como hace tiempo no había y el ambiente de medio día es contagioso desde el borde de la plaza.
Al pasar por debajo de la sombra del edificio del Palacio de la Cultura, me doy cuenta que la construcción está ahí, pero el resto de la plaza está en otro ambiente totalmente. El Palacio es frío, oscuro casi crudo en su belleza, en cambio la plaza y sus gordos felices irradian un camino de armonía hacia el gran Museo de Antioquia.
Salgo de la sombra del viejo gótico y me dirijo hacia la primero estatua, una gorda, mejor vestida pienso yo que la joven troza que vi cruzando la calle hace un tiempo. Está acompañada de un gordo distinguido, de sombrero y vestido elegante, hacen una pareja perfecta,  perfectamente gorda. Empiezo a sentirme bastante cómoda, quisiera sentarme a mirar el cielo, como lo hacen en este momento los fotógrafos tradicionales de la plaza.
Es justo la hora después del almuerzo; barriga llena, corazón contento. Continúo hacia el museo, mi objetivo es visitar toda la ciudadela Botero, pero algo me dice que nada que pueda tener es más hermoso que este lugar.
Llego donde las estatuas que se miran, Adán y Eva supongo que son pues están desnudos, mirándose las vergüenzas sin vergüenza. “Tóquelo, da buena suerte” Me indica un vendedor de tintos que pasa por ahí. El anciano de arrugas y canas, que en cualquier otra sociedad inspirarían respeto, tras ver mi rostro de confusión me explica el mito urbano que tiene  a la pareja de obesos desteñidos en sus intimidades. “Las mujeres tienen que tocarle el miembro al gordo, y los hombres, los senos a la gorda, da buena suerte en el amor” Me explica con una sonrisa pícara, de la cual no deduzco bien su significado, pues le faltan algunos dientes.
El viejo se queda esperando como cual chamán guiando a un pequeño a través de su ritual hacia la hombría. No soy capaz de asumir el descaro de las estatuas, ahí paradas sin pudor ni reparos, le sonrío al viejo y niego levemente. El viejo se ríe de mí y sigue su camino.
El ambiente es empalagoso, no solo por el calor, sino por la sensación de relajación y tranquilidad que emana la plaza que es contagiosa. Me recuerda a un capítulo de uno de los libros de C.S. Lewis de la serie LAS CRÓNICAS DE NARNIA, “El sobrino del mago” en que dos niños entran a un limbo donde poco a poco se van adormilando, pues sienten que nada malo puede pasar en el mundo. Así me hace sentir la Plaza Botero justo a esta hora del día.
No logro entender por qué tanta gente ama el centro, el ruidoso, es sucio, es viejo; pero entiendo ciento por ciento cuando alguien dice que ama la Plaza Botero. No importa cuántas veces haya ido, a cuantas docenas de turistas he llevado a que conozcan la plaza, siempre es como si la viera por primera vez. Cada visita me deja igualmente anonadada, me revela algún secreto que no conocía o me reafirma que “soy de la rosca de paisas” que viven con estas majestuosas estatuas al lado.

La gorda desnuda que se mira al espejo parece picarme el ojo. Sin darme cuenta estoy parada frente a ella y la miro, la analizo. Tiene la nalga desteñida, supongo que algún mito parecido, pero no me interesa conocer más agüeros que impliquen manosear públicamente a la gorda, sería un grandioso irrespeto. Veo a la gorda muy entretenida en el espejo así que trato de ver qué está mirando, obviamente no veo nada, únicamente el rayo del sol que refleja en mis ojos, pero sospecho que quiere saber si el gordo caballero montado en su fino corcel la está mirando.
Ahí en medio de mi estupor por el ambiente ante la visión magnífica de la gorda más vanidosa y más bella de todos los tiempos me doy cuenta de que ella es lo que son todas las mujeres de esta ciudad Botero, sin importar si son gordas, flacas, feas, bonitas, prostitutas o vendedoras, todas son hermosas, todas son vanidosas y todas quieren saber si algún caballero paisa luchará por conquistar su feminidad.

Llego al gran edificio del Museo de Antioquia. Por fuera parece un palacio lo cual es lo que le da el toque final a este cuento de hadas. Brinda sombra y un respiro del duro sol, pero no es crudo y violento como el Palacio de la Cultura. Es suave, invita a entrar, atrapa al distraído a entrar en sus interminables salas llenas de historia, cultura, imaginación; lo que llamamos comúnmente arte.
La ciudad Botero es un pequeño reino feudal. Tiene una hermosa iglesia a donde acuden los feligreses más devotos y afuera de la cual se reúnen las prostitutas más populares de la ciudad. Tiene tienditas por todas partes. El panadero, el de los pollos fritos, el zapatero, el ferretero y muchos más traen a la mente los campesinos de antaño, el herrero, el pastelero, el talabartero; reunidos todos alrededor del palacio del rey, pidiendo a Dios que mande personas para el negocito. Hay hoteles humildes y sencillos donde los viajeros cansados pueden descansar y dejarse invadir por la magia de este pueblo del Medioevo moderno.
Tiene un gran palacio gótico, representante del villano de toda historia medieval, queriendo robarle atención y elogios al rey bondadoso, quien vive en el Museo de Antioquia. Este palacio benévolo está antecedido por una gran plaza con monumentos grandes y gordos  a propósito, para que nadie corra el peligro de pasar por alto la belleza, la gallardía, la vanidad,  “la sinverguenzería” y  lo gordos que son el espíritu los habitantes de la Ciudad Botero.


Carabobo, de bobo no tiene nada

Don *Freddy empuja su carrito de tintos tranquilamente por la calle. Él no parece tener ninguna prisa a pesar de estar en una calle que parece un hormiguero. El sol de las 2 de la tarde hace sudar a los que corren de aquí para allá y de allá para acá. Nadie parece ir para ninguna parte, pero todos parecen estar de prisa para llegar ahí. El pasaje de Carabobo es donde Don Freddy más vende, pero no a esta hora. Parquea su negocio junto a una banca y se sienta, con las piernas abiertas, las manos entrelazadas apoyadas en su barriga, se baja el sombrero para que le tape los ojos y se duerme.

Carabobo no duerme, a esa hora todas las tiendas de ropa, bisutería, calzado, juguetes y demás están peleándose los clientes. Todo el que visite el centro a esa hora un sábado, es porque están buscando chucherías. Tratan de disimular, poniendo caras de estar haciendo una diligencia importante, pero todos saben que pararán en alguna tienda a comprar un botón, un perfume pirata, unos cuantos metros de tela, un blue jean, las gafas de moda, una muñeca, un cuaderno, porcelanas baratas o tal vez un celular último modelo.

Nada es nuevo  para Carabobo, que de bobo no tiene nada; ha sabido comportarse audazmente y ha logrado construir un imperio de consumo adictivo que lo mantiene vivo gracias al sinnúmero de vendedores ambulantes que como Don Freddy se ganan la vida vendiendo a precios inigualables. El tinto, los jugos, los bolis o el bon ice son la punta del iceberg de ventas misceláneas que ofrece Carabobo.

Cordones de colores, medias con animalitos, cinturones de todos los colores, plantillas para los zapatos, carritos de plástico, gorros con diamantes, peluches, relojes, películas piratas, lápices y hasta vasos plásticos son objetos de la “canasta familiar Carabobo”. Todo por cómodas sumas, con promociones de 2x1 ó créditos sin cuota inicial.
Don Freddy levanta la cabeza, se acomoda el sombrero y le echa un vistazo a su carrito. Todo está en orden, perfecto. Pasa una señora de edad que vende chicles. Lo saluda desde lejos y don Freddy responde con una carcajada mientras asienta con la cabeza. Parece que comparten un secreto del que nadie más que los vendedores ambulantes son partícipes. Ella se sienta a su lado y conversan largo y tendido.

Lo niños también hacen parte de la cotidianidad de Carabobo. Algunos pasan con 20 chicles en la mano. Vendiéndolos a 100, cumpliendo con su cuota de 20 cajas diarias. Otros parecen parte de la decoración permanente del lugar pues el gris de las calles ya los manchó. Sus jóvenes articulaciones parecen pegadas con arena sucia y su pelo enredado refleja la sociedad del centro, complicada.

Carabobo solo es una vena que lleva al corazón del centro; la Plaza Botero. Ese gran monumento al arte protegido por el Museo de Antioquia. Aquí se concentra la esencia de lo que es el arte de vivir en Medellín. Estar alerta, ser sagaz, trabajador, sencillo, amable y por sobre todo orgulloso de ser quien se es, PAISA.

La realidad de Carabobo es sobrecogedora. Flanqueada a ambos lados por edificios llenos de almacenes, este amplio pasaje es el camino de la vida para personas como don Freddy, que con sus tintos se rebusca el sostenimiento para él y para su familia. Carabobo es su casa, su trabajo, su club social y su supermercado.
Carabobo y don Freddy tienen un trato. El primero ha potencializado su capacidad de atrapar a personas de todo tipo en su red de consumo sin salida para que don Freddy pueda vender sus tintos cuando no hace tanto sol; éste a su vez, mantiene despierta a la gente con su café, alerta para percibir el encanto de Carabobo y tenerlos volviendo por más.
*Nombre ficticio del personaje


El Parque del Poblado, a vuelo de pájaro


El sol brilla fuertemente por entre las hojas del árbol donde vivo. El mío es el más grande de todo el parque, está casi en la mitad. Vivo aquí desde que nací. Mi nidito queda entre las ramas más altas, desde donde puedo ver todo lo que sucede.


Los días soleados son los mejores; vienen muchas personas al parque durante el día, especialmente a la hora del almuerzo. Alrededor del parque hay muchos almacenes y negocios, y es de ahí de donde vienen los trabajadores para almorzar, conversar y descansar. Generalmente vienen de dos en dos, de vez en cuando llega alguno solo, saca su almuerzo y lee un libro bajo la sombra de algún árbol. A veces es el mío, pero otras es el árbol de alguno de mis amigos. En este parque vivimos muchos pajaritos y cantamos todo el día, pero la gente no nos oye por el ruido de los buses y carros que pasan por acá cerca. Como les iba diciendo, a veces vienen dos amigos en corbata o dos jovencitas en uniforme. Se sientan en una banquita o al pie de un árbol y hablan mientras comen de unas coquitas de colores.

Hay un indigente que siempre duerme aquí. La gente no se acerca a la esquina donde él duerme porque le tienen miedo, pero yo sé que él no hace nada. Solo duerme. Arriba, ya casi llegando a la avenida grande, hay una señora que todos los días se sienta en el mismo lugar y vende minutos; no sé para qué los humanos venden su tiempo, pero lo hacen. He visto que la gente llega, le da unas monedas y ella les presta su teléfono. En esta parte de arriba también hay  una estatua de una señora indígena. Mis papás me contaron que hace muchos años las primeras casas de la ciudad en construirse fueron las del parque, que la ciudad había empezado ahí. Eso me hace muy orgulloso.
En muchas ocasiones veo a dos señores que se encuentran en una banca bajo la sombra y discuten asuntos de la vida. Los entiendo porque este parque es muy pacífico y tranquilo. No pareciera por el ruido que mencioné antes, pero cuando yo estoy en alguna ramita cantando, la gente se relaja y yo también.

Los días que llueve son igual de divertidos, pero creo que a las personas no les gusta tanto. Mis amigos y yo cantamos justo cuando termina de llover y todo está fresco y limpio, pero me he dado cuenta que esos días no vienen los trabajadores a almorzar juntos bajo las ramas de mi árbol, ni vienen las parejas a conversar. La señora que vende minutos si viene y el indigente también, pero el resto de personas no.

Otra constante en este parque son los policías. Lo que pasa es que hace algunos años pusieron en toda la esquina un CAI. Los humanos le llaman así a la caseta donde trabajan los policías. Ellos están ahí para preservar el orden, el cual es muy necesario los fines de semana por la noche.

Lo que pasa es que los viernes y sábados por la noche mi lindo parque pierde toda señal de tranquilidad y paz porque se llena de jovencitos. La mayoría vienen en grupos grandes o en parejitas. A veces beben, pero la mayoría de las veces solo vienen en plan de conversar y compartir un buen rato. Algunos hasta traen guitarra y cantan con sus amigos. No es por se orgulloso, pero ninguno canta como nosotros (aunque nunca nos escuchan). Es divertido verlos porque es su manera de buscar entretenimiento, pero no es el mismo parque calmado y tranquilo de la tarde. Lo que pasa es que como son jóvenes las cosas a veces se salen de control y hay ocasiones en las que los jóvenes bajan borrachos de otro parque que hay unas cuadras más arriba y crean desorden, por eso los policías son tan importantes.

En conclusión debo decir que mi parque es mágico para mí. Todos los días van personas diferentes, pero siempre es la misma rutina y las personas que le dan personalidad a mi parque nunca faltan. Me gusta mucho vivir aquí aunque me molesta mucho que nadie me oiga cantar por el ruido de los buses. Los carros y los buses pitan todo el día, sus motores suenen como leones rugiendo y botan tanto humo que me da miedo sofocarme o despertar un día sin voz para cantar.

Ese es el único problema que tiene mi parque porque todo lo demás lo hace un lugar único, lleno de paz, tranquilidad y frescura.

Un arca en el Pacífico


En una de las montañas más empinadas de Medellín queda el barrio El Pacífico. Este barrio, a su vez, es uno de los más pobres de todo el municipio. Ahí viven cientos de niños con sus familias, la mayoría disfuncionales; madres solteras de tan solo 13 ó 14 años, padres violentos o totalmente ausentes y niños que corren salvajes por las peligrosas laderas de la montaña.
En uno de los puntos más altos, donde la montaña toca el cielo, queda el Club Integral El Arca. Este Club fue fundado por la familia Echavarría hace unos cuantos años, cuando se dieron cuenta de que los niños de este barrio no tenían esperanzas de salir del ciclo vicioso que se vivía en su pequeña sociedad. Ellos, respaldados por Dios y una iglesia cristiana llamada Emanuel, emprendieron la aventura de hacer realidad este sueño.
Empezaron a reunir a los niños en el segundo piso del edificio de billares del barrio, pero pronto se dieron cuenta de que era contraproducente. Tener un lugar propio parecía imposible, tanto por las limitaciones económicas, como por la dificultad de subir materiales y equipos de construcción hasta por allá.
Subir al barrio El Pacífico es en sí, una aventura. Cuando uno se sube a la ruta Los Tubos-Tres Equinas, a una cuadra del teatro Pablo Tobón en el centro, jamás se le pasa por la imaginación lo que aquel conductor tosco puede lograr. Después de dar varias vueltas por el centro, empieza a subir. Hasta ahí todo es normal, pero después de 10 minutos la loma se torna más empinada. Cuando ya parece imposible que aquél bus tan pesado pueda subir más, voltea una curva y al lado de unas escaleras para los humanos, se erige la calle más empinada y angosta que haya visto en toda la ciudad de Medellín, dispuesta para los carros. El conductor despliega aquí todas sus habilidades de rally y comienza la forzosa subida al paradero del bus.
Al llegar a la cima, uno se da cuenta cuán ingeniosos son los paisas en realidad, porque haber construidos casitas, así sean de madera y zinc, (las más afortunadas tienen ladrillos) en una loma casi vertical es una milagrosa hazaña.

Después de esa espeluznante llegada a la cima, se ve de lejos que el edificio del Club es el más moderno y bonito, a pesar de ser sencillo.  Entrar es como entrar en un oasis de frescura y calma. Dicen que el Océano Pacífico es el más bravo del planeta, pues el Club El Arca es en realidad un arca de paz y tranquilidad en El Pacífico.
Esta arca en medio del Pacífico fue posible gracias a unos niños que viven al otro lado del Atlántico. Son los niños que asisten a la escuela dominical de una iglesia presbiteriana en Escocia llamada Iglesia Libre de Escocia. Ellos se enteraron de que algunos niños en Colombia no tenían donde jugar sanamente, así que unieron fuerzas y todos los niños de la denominación, en varias ciudades y pueblos de Gran Bretaña ahorraron durante un año y lograron recoger 8 mil libras, que donaron alegremente hacia la construcción del Club.
Los niños a este lado del océano esperan ansiosamente que les abran las rejas del Club para entrar a jugar. Adentro, las profesoras corren de aquí para allá limpiando, barriendo, y organizando todo para que los niños jueguen y aprendan. En el momento que entran, todo el ambiente se transforma. Hay niños jugando, corriendo, gritando, cantando y bailando. Poco a poco las profesoras los van calmando y cada niño, al ver la conocida señal de silencio, se para en algún lugar del salón atento a lo que dice la profesora.

Después de una sesión bastante retadora de bailes y música, las profesoras piden nuevamente silencio y las jovencitas de 8 años para arriba deben salir a un taller especial con las profesoras Olga y Olga.
La profesora Olga Restrepo es educadora y la otra profesora, Olga Amado, es psicóloga. Ellas trabajan con Vínculo, una fundación que se encarga del cuidado de la familia. Esta fundación vio la necesidad de tocar algunos temas que estaban causando mucho daño a los niños y sus familias. Fue así como estas dos “profesoras”, como les dicen los niños, junto a Cesar, psicólogo, y Patricia, terapeuta de familia, empezaron a indagar qué era lo que hacía que en este barrio hubiera mamás  de 10 años de edad, madres solteras, niños abandonados y altos índices de aborto entre menores.
Llegaron al escalofriante descubrimiento de que la violación es uno de los mayores riesgos que corren las niñas del barrio. Los hombres miran con morbo a una pequeña de 8 años, y ésta a su vez, sabe muy bien cómo funciona el sexo y para qué sirve. Muchas, a la edad de 12 años ya han sido violadas, generalmente por un pariente cercano.
Frente a este gran reto, este grupo de profesionales diseñó un taller para enseñar la prevención del abuso sexual, pero el taller va mucho más allá de eso; el objetivo que tienen es que los niños y niñas aprendan que hay más en la vida que ser mamá a los 11 y que sí es posible tener familias sanas, hombres que cuidan a su familia y mujeres que se hacen respetar. Escuchar expresiones como, “…abortó y al bebé  y lo picaron en pedacitos” de la boca de una niña de 10 años, al tiempo que sus amiguitas reventaban de la risa es como recibir un baldado de agua fría.
La preocupación en las caras de las profesoras Olga y Olga era evidente. Quieren enseñarles a este grupo de jovencitas que el mundo es más grande que el empinado barrio de El Pacífico y que ellas tienen derecho a explorarlo sanamente.
Tienen como consuelo que no son las únicas niñas que han recibido el taller. Ya habían enseñado a un primero grupo, hicieron reuniones con los padres, (en realidad madres porque los padres, mayormente responsables por las violaciones, no acudieron a los talleres) y han enfatizado mucho en la comunidad el cambio que se necesita para proteger a los niños.
El resultado de todo esto es que ya hay un grupo de niñas que están marcando la diferencia en su montañoso barrio, se están haciendo respetar y demostrando que tienen derecho a vivir una infancia sana y libre.
Bajar del barrio es aún más despelucante que la subida. El conductor, tras haber comprobado ampliamente su destreza durante la subida, demuestra en la bajada, extrema valentía o extrema estupidez, todavía no sé cuál de las dos es, aunque me inclino más por la estupidez. Pareciera que el bus y todos sus ocupantes descendieran al valle en caída libre. A pesar de todos mis múltiples pre-infartos logré llegar sana y salva nuevamente al teatro Pablo Tobón, donde, a diferencia de El Pacífico, la crueldad, la violencia y la tristeza son actuadas, fingidas.

El Arca ha sido un verdadero salvavidas para estos niños, que flotaban como náufragos en un Pacífico inmisericorde. La felicidad en sus caras es arrolladora, aún más que los buses que suben encunetados por las angostas laderas de esta montaña.